¡Cariño! Mamá me ha pedido que escriba una entrada en este blog que ella creó para ti, hace ya año y medio. Me ha gustado mucho la idea, y he estado un buen rato pensando qué podía decir. Al principio creía que iba a ser fácil, pero poco a poco me he dado cuenta de que no lo es tanto. Bueno, finalmente me he decidido por escribir unas líneas dirigidas precisamente a ti, para que en un futuro las puedas leer.
Lo primero que debes saber que eres lo más importante de nuestras vidas, junto con tus hermanos. Y, ¿sabes una cosa? Esto será así siempre, siempre y siempre. Nunca cambiará. Pase lo que pase. Jamás.
Te contaré una historia. ¿Recuerdas cuándo naciste? Seguramente no, porque de eso hace mucho tiempo y tú eras muy, muy pequeño como para recordarlo. La primera vez que te vi fue un momento inolvidable. Eras tan bonito, tan pequeño, tan hermoso... Apenas podía creer que lo que me estaba pasando fuera verdad. Todo parecía un sueño. Antes de ser papá, jamás pensé que algo o alguien pudiera producir tantos sentimientos. Enseguida te pude sostener. Te sentí en mis brazos. Te miré. Me dí cuenta de que para mí eras lo más maravilloso del mundo.
¡Nos tenías a todos locos! Todo el mundo quería verte, conocerte. Volaste hasta nosotros como un ángel, llegaste para traernos esperanza, luz, amor. Sin duda fue realmente así. Pasaban los días, y las semanas, y los meses... Y cada vez éramos más felices. Cuando llegó el verano, tenías ya seis meses, ¡y no se podía ser más guapo! Te gustaba mucho bañarte en la piscina, ir a la playa, reírte, jugar. Era el mejor momento de mi vida.
Pasó un poco más de tiempo, y al final del verano nos mudamos unos meses a vivir a un sitio, fuera de España, por el trabajo. En aquella época les balbuceabas a tus abuelos por Skype, ¡siempre te han gustado mucho los ordenadores! Diste tus primeros pasos, ¡aprendiste rápidamente a andar! Pero nos aburríamos bastante en aquel lugar, y queríamos volver. Todo el mundo te echaba mucho de menos. Cuando tenías algo más de un año volvimos a casa, aunque duró poco, y nos volvimos a ir a otro sitio, también fuera de España. En esta ocasión lo pasamos mejor, era más divertido. Disfrutabas jugando sobre el césped de los parques. Cuando llegó el verano volvimos a casa, y ya no nos hemos movido de aquí hasta ahora.
El tiempo pasaba y pasaba. Por algún motivo, seguías sin hablar. Tampoco balbuceabas como antes. No mirabas a los ojos de la gente. No te dabas cuenta de lo que ocurría a tu alrededor. A menudo llorabas y te enrabietabas. Te costaba mucho, mucho dormir. Nos empezamos a dar cuenta de que algo no marchaba bien. Empezamos a tener miedo de que pudiera pasarte algo... Sufrimos mucho, hijo. Lo pasamos muy mal. Se nos vino el mundo encima y estábamos en estado de shock. Justo cuando empezaste a ir al cole.
Nos pasábamos el día buscando una solución. Y la noche. Buscamos y buscamos, sin descanso. Sin parar. Sin desfallecer. Sin detenernos ante nada, ni nadie, ni siquiera ante nosotros mismos. Si me lo preguntas, no sabría decirte de dónde sacamos las fuerzas. Y al final encontramos lo que parecía ser una luz. Una pequeña luz, entre tanta oscuridad, entre tantas tinieblas. Un camino. Te cogimos de la mano y echamos a andar por él. No miramos atrás. Nunca.
Tengo que confesarte que fue muy difícil. Pero en aquel momento no nos lo parecía. O al menos, no tanto como me lo parece ahora. Nos empujaba la ilusión de poder cambiar las cosas, de poder ayudarte, de poder sacarte de ese limbo en el que estabas. Hubiéramos hecho cualquier cosa por ti. Recuerda lo que te dije antes: eres lo más importante de nuestras vidas.
No te voy a mentir. De cuando en cuando nos preguntábamos por qué nos había tocado a nosotros. ¿Qué habíamos hecho mal? Me estremecía un desgarrador sentimiento de rabia, de confusión, de incredulidad, de culpa, todo mezclado. Sentía el corazón hecho jirones. Pero ante todo, ahí estabas tú. Había una cosa clara. No podíamos dejarnos vencer. No podíamos caer derrotados. Llorábamos, pero después de llorar, después de tomar aliento, seguíamos adelante.
Hijo, tu evolución fue increíble. Con el paso de los meses, empezaste a mejorar. ¡Empezaste a volver! Los sacrificios, la lucha, el sufrimiento, estaban mereciendo la pena. Verás, recuerdo especialmente la noche en la que empezaste a jugar con mamá y Buzz Lightyear, el muñeco astronauta de Toy Story. Mamá te decía: "hasta el infinito, ¡y más allá!", mientras te mostraba cómo subía a Buzz hasta el cielo con sus manos. A continuación lo hiciste tú. ¡Estabas jugando con Buzz! ¡Qué momento más maravilloso! Cualquiera diría que no es para tanto... ¡Ay! Ya lo creo que lo era. Esa imagen ha quedado grabada en mi memoria para siempre. Me convenció de que íbamos por el buen camino, que lo estábamos haciendo, que lo íbamos a conseguir.
La tendencia había cambiado. Por ejemplo, al principio, cuando necesitabas mi ayuda para conseguir algo, siempre me llevabas de la mano hasta el objeto que deseabas, para que te lo proporcionara. Poco a poco, comenzaste a señalar aquello que querías. ¡Esto también era un gran paso! Por supuesto, quedaba mucho por hacer. Pero había razones para la esperanza, pequeños detalles, diminutos pasos en la dirección adecuada. Sólo había que querer prestar algo de atención para descubrirlos. Aunque algunas personas eran incapaces de hacerlo.
Otro ejemplo, mamá puso tres números pegados con celo en uno de los cajones de la cómoda de nuestra habitación. Esos números eran el "1", el "2" y el "3". Te los enseñó. Al poco tiempo, te los aprendiste: "uno, dos, tres". ¡Estabas emitiendo palabras! Qué voz tan hermosa, Dios mío. Se rompió el maldito silencio. A partir de ahí, nada te pudo ni te podrá parar.
Pasó el tiempo y llegó tu quinto cumpleaños. El primero que realmente celebramos, el primero que pudimos celebrar con tus amiguitos del cole. ¡Ese día fuiste el rey! Vinieron un montón de niños a pasar ese rato contigo. Tus amigos te quieren mucho, hijo. Y cómo disfrutaste... ¡Qué bien te lo pasaste! Te trajeron un montón de regalos. En el sitio donde lo celebramos te pintaron la cara, te disfrazaron de Spiderman y te pusieron una corona. ¡Y tú te lo pasaste genial! Mamá y yo no esperábamos que estuvieras ya tan bien, ¡estábamos con la boca abierta!
A día de hoy, la evolución sigue y sigue. Eres un niño feliz, chispeante. Lo expresas todo, con los gestos, con la palabra. ¡Porque ya no paras de hablar! Además, la alegría y la diversión siempre van contigo y te acompañan allá donde vas. ¡Ah! Y juegas con los demás niños, buscas su compañía. No te gusta nada, pero nada de nada, estar solo. Fíjate, que el viernes pasado fue el cumpleaños de la hija de nuestros vecinos, y estuvimos allí con ellos. Pues resulta que te fuiste a jugar con los niños, integrándote en sus juegos, como uno más. Qué bien suena eso. Estuve cerca de vosotros, mirando, observando como un espectador. Por si me necesitabas, por si tenía que intervenir. Por la costumbre. Pero no fue así.
Hay una cosa que me gustaría que supieras. Me gustaría que fueras consciente de una propiedad que te define, que te caracteriza. Se trata de la empatía. ¿Sabes qué es eso? Es la capacidad de ponerse en el lado de los demás, y comprender cómo se sienten. Cuando mamá se siente triste, ahí estás tú para animarla, para ponerla contenta. O cuando a mí me duele la cabeza, me alivias acariciándome suavemente la nuca.
Cada día que pasa me sorprendes más. ¡Estoy tan orgulloso de ti! Sé muy bien que no tienes techo. Nadie puede ponértelo, y tú tampoco debes hacerlo. ¿Sabes? Hay una bonita canción que me hace llorar siempre que la escucho. Me conmueve porque me recuerda tanto a ti... Resume perfectamente tu alma, tu esencia: belleza, bondad, inteligencia, profundidad. Hijo, el río fluye en ti, siempre lo ha hecho. Además, ahora también fluye desde ti, hacia el exterior, quiere abrirse paso más lejos, hacia el horizonte. Déjalo fluir.